He llegado de Jerusalén, ciudad en la que viví cuatro años y traigo la alegría de ver restaurada la tumba de Jesucristo.
Durante estos meses pasados, ha saltado a los medios de comunicación la noticia de los trabajos de restauración llevados a cabo dentro de la basílica del Santo Sepulcro, y en particular en la edícula, especie de capilla que protege el sitio donde fue enterrado Jesús.
El trabajo de restauración no ha sido nada fácil. Los peregrinos y visitantes que hayan estado allí recordarán una edícula amparada por unos hierros transversales y un edificio oscurecido por el paso del tiempo y por el humo de las velas.
La edícula actual de estilo barroca otomana –tras anteriores construcciones (entre ellas la que mandó edificar Santa Elena en el año 326)–, fue levantada en 1810, después del incendio que asoló y destruyó este santo lugar. En 1927, cuando la zona se encontraba bajo el dominio británico, hubo un gran terremoto de magnitud 6.3, que afectó gravemente la basílica del Santo Sepulcro y la edícula.
Como consecuencia de este terremoto y con el fin de que la edícula no se viniese abajo, las autoridades inglesas mandaron amparar el pequeño edificio con unas vigas de hierro que garantizasen la estabilidad de la estructura y, así, la seguridad de los numerosos peregrinos que accedían al mismo.
Muchas cosas han pasado en Tierra Santa desde aquel deterioro y solución provisional: cambios de gobierno, guerras, revueltas, auge del turismo, nuevos mandatarios… Todo esto y más, ha supuesto una espera de largos años para esta restauración, en la que muchas partes se han visto involucradas: Israel, Jordania y las iglesias allí presentes, que residen en su interior: greco-ortodoxa, católica y armenio-ortodoxa. El acuerdo final se alcanzó felizmente en el año 2015, dando comienzo un laborioso trabajo de casi un año, confiado a la Dra. Antonia Maropoulou de la Universidad Politécnica de Atenas, junto con un equipo de expertos y asesores.
Dentro de los trabajos de restauración, provocó una expectación enorme la apertura de la lápida de la tumba –lo que no se había hecho desde hacía siglos–, por lo que durante 36 horas la basílica permaneció cerrada a los peregrinos. Un franciscano amigo y testigo de estos momentos, me pudo relatar en la sacristía la emoción que sintieron cuando toparon con lo que no podían imaginarse: sólo estaba a escasos centímetros de la lápida, una sepultura de época cruzada (siglo XII) ,y enseguida, la de José de Arimatea, en la que fue puesto el cuerpo de Jesús.
Fue ahí en ese sitio, cobijado hoy por la edícula, donde se dieron los hechos que narran los evangelios: “Al atardecer, vino un hombre rico de Arimatea, llamado José, que se había hecho también discípulo de Jesús. Se presentó a Pilato y pidió el cuerpo de Jesús. Entonces Pilato dio orden de que se le entregase. José tomó el cuerpo, lo envolvió en una sábana limpia y lo puso en su sepulcro nuevo que había hecho excavar en la roca; luego, hizo rodar una gran piedra hasta la entrada del sepulcro y se fue” (Mt 27, 57-66).
Los primeros peregrinos y testigos de ese sepulcro abierto y su tumba vacía serán: María Magdalena, Pedro y Juan: “El primer día de la semana va María Magdalena de madrugada al sepulcro cuando todavía estaba oscuro, y ve la piedra quitada del sepulcro. Echa a correr y llega donde Simón Pedro y donde el otro discípulo a quien Jesús quería y les dice: «Se han llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde lo han puesto». Salieron Pedro y el otro discípulo, y se encaminaron al sepulcro. Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió por delante más rápido que Pedro, y llegó primero al sepulcro. Se inclinó y vio las vendas en el suelo; pero no entró. Llega también Simón Pedro siguiéndole, entra en el sepulcro y ve las vendas en el suelo, y el sudario que cubrió su cabeza, no junto a las vendas, sino plegado en un lugar aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado el primero al sepulcro; vio y creyó, pues hasta entonces no habían comprendido que según la Escritura Jesús debía resucitar de entre los muertos” (Jn 20, 1-9).
Es interesante –y los que hemos vivido allí lo hemos visto a diario–, que desde esos primeros testigos y peregrinos hasta nuestros días, ha habido una riada humana inacabable de peregrinos y visitantes a este lugar.
También resulta llamativo cómo en momentos de la historia, como la época de los cruzados, su gran objetivo y obsesión fue reconquistar el santo sepulcro, tras su profanación y luego casi destrucción por el califa Al Hakim en el año 1009. Fácilmente los cruzados se podrían haber quedado en lugares tan significativos, evangélicos y santos, cómo Nazaret, Lago de Galilea o Belén, en cambio los cruzados nunca dudaron en llegar y rescatar de las manos musulmanas este santo sepulcro.
Lo que podríamos calificar cómo “santa obsesión” por el santo sepulcro, sigue estando en muchos cristianos y peregrinos allegados al marco geográfico de la Tierra Santa, pues no dejan de acudir a la edícola que contiene la tumba de Cristo. Además para llegar a ella se apresuran a cualquier horario, que suele iniciar a las 4.30 de la mañana y acaba al caer de la tarde con el cierre de la basílica, aguardando la más de las veces largas e interminables filas, para estar breves segundos dentro de la edícola rezando ante la tumba de Jesús.
Sin duda todo esto nos hace preguntarnos: ¿qué tiene este lugar que durante siglos, ha generado tanta expectación y acumulación de gente? La respuesta no es otra sino que se trata de un lugar tocado por la gracia de Dios, pues en él se dio el gran evento de la resurrección de Cristo, que puso en los labios de los primeros testigos el mensaje del triunfo sobre la muerte y la llamada a la vida eterna de la que Jesús es protagonista y portador.
Éste es el mensaje que la Iglesia ha proclamado al mundo a través de los siglos. Es la base y el fundamento de la celebración del domingo, y hoy –Domingo de Resurrección–, podemos percibir con mayor conciencia su valor y transcendencia, pues cada persona tiene en lo más íntimo de su ser la necesidad de una respuesta a sus anhelos de eternidad. Nuestra mirada un día como hoy se dirige, cómo no, a Jerusalén, la Ciudad Santa, donde se conserva la tumba de Jesús, que ahora en todo el sentido de la palabra luce resplandeciente y restaurada, con un mensaje siempre atrayente y evocador.
P. Arturo Díaz lc
Rector del Santuario de Sonsoles. Ávila